En general, no somos muy alegres. Es posible que tengamos buen humor, que nos encontremos permanentemente enfadados, incluso que irrumpan en nuestra vida cotidiana euforias, más o menos caprichosas, inducidas o justificadas. Pero la alegría es algo otro. Desvirtuada, maltratada, suele presentarse como un simple estado de ánimo o la epidermis que todo lo puede.
Así considerada, se desvanece como una espuma. No siempre los alegres suelen ser bulliciosos. Y no nos referimos a una suerte de estado o calma interior. Es más, la alegría es insurrecta, desconcertante, contagiosa. No en todo caso imperturbable. Nos viene, nos llega, se ofrece, se va. No puede ni debe retenerse, sino darse. No es nada sustantiva y, sin embargo, es. Más parece verbal, tanto porque se comporta como la palabra, cuanto porque es siempre acción. Es como el decir.
La alegría es un modo de ser, un modo de hacer. Contento, por el contrario, es un modo de estar. Podemos estar contentos. Resulta magnífico que el contenido coincida con su forma y que la plenitud sea fruto de semejante equilibrio. Es hermoso estar contentos y no siempre frecuente. La alegría, por su parte, es algo más vivo. Ni siquiera lo más equilibrado ha de ser necesariamente lo más armónico. Y de armonía se trata. No basta entonces un juego de compensaciones, ni de pesas y medidas. Más tiene que ver con las notas y los sonidos, con hacer que la propia vida resuene melódica y musicalmente. Ciertamente hay muchas modalidades y posibilidades de existencia y no siempre vivimos lírica ni poéticamente, pero quien sea alegre se halla activo, dispuesto, porque la alegría implica encontrarse pleno, de ardor, de entusiasmo, porque se es animoso y gozoso. No ser alguien desgarrado o destrozado, sino, incluso en tal caso, vivo, es decir armonioso, capaz de encajar y acordar en justa proporción, ser ajustado y justo nos hace alegres. Esta vinculación de la alegría con el gozo de la vida armoniosa, acorde, constituye la clave de la agilidad y ligereza del vivir, frente a la pesadez de la entronización de quienes nunca están dispuestos. No es fácil ni probable la alegría. Aprender alegría es ajustar y armonizar la existencia, ser vivo y convivirla con otros. Podemos quizás cultivarla cotidianamente y frecuentar a quienes son capaces de procurarla.Dar alegría es reconocer que nuestra armonía podría desvanecerse sin la presencia y la palabra del otro, de la otra, que nos da vida. Una alegría no lo es tanto si no hay con quien alegrarse. Por eso nos acompañamos de cuantos nos procuran lo mejor de nosotros mismos y nos ofrecen algo que quizá ha de brotar y sólo con él, con ella, emerge. Nos permiten saborear lo que la vida nos ofrece, nos dan alegría, tal vez la que no es propiedad de nadie, la que sólo destella cuando nos encontramos junto con ellos.
Ángel Gabilondo